Un año de Zaragoza en Común


El sábado 13 de junio de 2015 tomó posesión el nuevo equipo de gobierno del Ayuntamiento de Zaragoza. Contra todo pronóstico, el alcalde y los concejales iban a ser los genuinos representantes del pueblo. El grupo al que pertenecían, todo un ejercicio de confluencia política, se llamaba Zaragoza en Común, y lo encabezaba el abogado progresista Pedro Santisteve.
Fue un día de alegría. Los ciudadanos pudieron asistir en directo a la ceremonia del salón de plenos, desde las salas con monitores que se habían habilitado dentro del propio Ayuntamiento. Cada vez que un concejal confluyente prometía su cargo, llegaban los gritos y aplausos de júbilo. En un rato, alcalde y concejales bajaron a la plaza, donde les esperaba un nutrido grupo de votantes esperanzados. Junto al Gobierno Civil, el alcalde improvisó un discurso alegre y entusiasta.
Un tiempo después, el concejal de Economía y Cultura, Fernando Rivarés, hizo una rueda de prensa comunicando que la situación económica del consistorio era ruinosa. Pese a ello, se incrementó el gasto social en un 15 por ciento. La prioridad del equipo era paliar la emergencia social, puesto que la bolsa de pobreza ciudadana era muy abultada a causa de la crisis económica.
Los meses pasaron y la política de Zaragoza en Común se centró en imprimir su ideario. Mientras la oposición torpedeaba en los plenos cualquier iniciativa de sostenibilidad o justicia social, con el apoyo de los medios de comunicación tradicionales como Heraldo de Aragón, desde las concejalías se intentaba enderezar la herencia recibida, inmoral, corrupta y vergonzosa.
Las grandes contratas habían hecho de su capa un sayo, con la connivencia de los partidos tradicionales. La gestión de limpieza, parques y depuración de aguas rebosaba de incumplimientos y trapicheos. El urbanismo público había bailado al son que tocaban las grandes constructoras. Hasta el protocolo municipal estaba regido por las ancestrales costumbres de la iglesia católica y del ejército.
Para más inri, los trabajadores de la contrata de autobuses realizaron una larga huelga, de la que también se responsabilizó al ayuntamiento de izquierdas, por negarse éste a solucionarla con dinero público. La huelga acabó sin que, como antes había sido uso común, se gastase nada para ello. El mismo espíritu de contrarrestar el derroche sirvió para utilizar al Real Zaragoza como arma arrojadiza. Todo estaba permitido.
Mediante esa estrategia de acoso y derribo, los partidos opositores, que no soportaban ver perdidos sus privilegios de clase, incluido el PSOE para bochorno de historiadores, lanzaban noticias injuriosas contra los nuevos representantes del pueblo, con rabia feroz y resultados a su favor. Utilizaban cualquier excusa, acusando falsamente a Zaragoza en Común de ejercer prácticas irregulares que, en una extraña lógica, les parecían bien para sí.
Los medios publicitarios públicos de contraataque lucían por su ausencia. Los zaragozanos habían asimilado los mensajes de la nueva aristocracia: cundió la impresión de que la política de sus representantes, encabezados por Santisteve, era negativa, errática, no dialogante y paralizadora de la economía. La realidad era bien distinta: las iniciativas sociales, culturales, ambientales, urbanísticas, de transparencia y de participación eran casi diarias. Pero la comunicación a la ciudadanía era nefasta: no conseguía llegar más que a los partidarios más informados, que lograban leer entre líneas los medios de comunicación (ninguno afín), o seguían por internet los avances políticos.
Tan es así, que el alcalde y los concejales, cuando se expresaban en privado, lo hacían con evidente derrotismo, desconfiando de que acabasen la legislatura en sus cargos, con nueve concejales de 31, y el resto de los grupos votando mayoritariamente en contra de todas sus propuestas. La ilusión de la llegada de políticos honrados y comprometidos estaba muerta, o casi. No parecía que nadie de entre los suyos tuviese un plan para levantar los ánimos. Quizás era una lucha contra gigantes, pero había parecido que valía la pena.

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