La amenidad de Zaragoza en 1639


Trofeos y antigüedades de la imperial ciudad de Zaragoza, y general historia suya, desde su fundación después del diluvio general por los nietos del patriarca Noé, hasta nuestros tiempos. Luis López, Barcelona, 1639.

Capítulo II. De la amenidad y apacible sitio de la ciudad de Zaragoza, fertilidad de su ribera, y algunas de sus excelencias.

Yace la ciudad de Zaragoza en un ameno y apacible sitio tan deleitoso a la vista cuanto provechoso a sus moradores. Su elevación del Polo es 41 grados y 30 minutos. Fue en tiempos antiguos la tercera parte de lo que es hoy, y conservose en aquel estado desde sus primeros pobladores iberos y sus compañías, hasta que la restauró de poder de infieles el rey don Alfonso primero de Aragón, que entonces comenzó a dilatarse fuera del muro que en su reedificación hizo Octaviano Augusto, que hasta hoy llamamos Población, como más largamente se dirá en su lugar.

La forma que en aquellos tiempos tuvo fue más larga que ancha, y algo más al oriente del sitio que ahora tiene. Los templos o edificios que entonces tuvo no hay escritura, piedra o medalla de donde podamos colegirlo, no porque no los hubiese, como en las partes más antiguas del mundo, pues lo fue esta tanto como la que más se precia de antigua en España, sino porque faltan las noticias, y las pocas que hallamos de su reedificación tan borradas que apenas se conocen, sino en pequeñas huellas, vestigios breves y limitadas ruinas.

Baña sus muros el caudaloso Ebro tan abundante y navegable siempre, que sus riberas son testigos fieles de las naves de cartagineses, griegos y romanos que en ellas recibieron no sólo albergue, sino cortés hospedaje. Corre tan cerca de la ciudad que por algunas partes besa sus edificios, aunque en los tiempos antiguos no corría tan cerca hasta mucho después, que viendo los daños que a la vega se le seguían por sus crecidas grandes, la ciudad proveyó de remedio, abriéndole el corriente que hoy tiene hecho con tanta providencia, que naturalmente le ha quedado para las inundaciones tal expediente, que por crecido que venga se explaya y dilata por una apacible ribera, que de la otra parte de la ciudad le hace orilla, y aunque el corriente es grande por los muchos ríos que le son tributarios, sale de madre tan apaciblemente, que no sólo no rompe la tierra ni la estraga; pero ni el arbolillo más débil, la planta más tierna, ni la hortaliza más delicada recibe detrimento; antes bien, a la manera que escriben del río Nilo deja la tierra crasa, y con la inundación tan pingüe, que en vez de perderse los frutos se renueva la tierra, y se cogen más abundosos.

Fue siempre este río celebrado así por los cronistas antiguos, y cosmógrafos, como de los poetas griegos y latinos, llegando su estimación hasta ponerle los romanos en sus monedas, como se halla en una donde se ve un rostro lleno, que por la boca arroja un corriente caudaloso de agua, imagen con que los antiguos significaban este río, y en la orla de la medalla estas letras: Hiberus duum vir quinquenalis. En el otro dorso tiene un círculo o globo como de un mapa o esfera, y en circuito esta inscripción: Caius Lucretius Publii Filius Duumuir Quinquenalis, que sin duda sería algún gobernador de esta ciudad, llamado Caio Lucrecio, que gobernó cinco años y quiso poner por compañero de su nombre el del río Ebro. Y el poner aquel globo o esfera debió de ser para señalar que en cuanto abarca la redondez del orbe era el río Ebro el más señalado, no poco blasón para nuestro río, ni menor para esta ciudad, que tan feliz la hizo Dios en todas sus cosas.

Tiene además de este río otros tres también proporcionados, y distribuidos sus corrientes, que casi la ciñen en cuadro. El uno se llama Jalón, a quien los cosmógrafos llamaron Salón, celebrado del poeta Marcial, y otros por el temple de las armas, llámanle por encarecimiento río de pan, por ser tanto lo que se coge en su distrito, saliendo de tantas acequias para regar sus riberas, que parece un cuerpo abiertas las venas, pero no desangrándose para acabar, porque aunque son muchas las leguas de tierra que riega, es tan grande el caudal que tiene, y manantiales que le pagan feudo, que cuando llega junto a Zaragoza (donde desnudándose de espesos bosques y olivares que le vienen cubriendo se mete en Ebro), es con tanta copia, que a la menor lluvia que le acompañe, hace que Ebro, con ser tan grande su canal, se llene y salga de madre.

El otro río es la Huerba, a quien Gerónimo de Blancas en sus comentarios llama Orba, y a éste se le da por título río de aceite y vino, y viénele este nombre tan a la medida de lo que fructifica y riega, que se llama con toda propiedad; porque de sólo viñas en sólo un término riega más de sesenta mil cahíces o jubadas de tierra, que los romanos llamaron juberos, que cada uno es, según la cuenta de Apiano Alexandrino, Henrique Glareano y Guillelmo Filandro, doscientos y cuarenta pies de largo, y ciento y veinte de ancho, siendo el pie de cuatro palmos, y el palmo cuatro dedos, y el dedo el grueso de cuatro granos de cebada juntos por la parte más ancha, que hasta en esto conserva esta ciudad las antiguas costumbres de los romanos. Riega también larguísimas dehesas de olivares sin muchas leguas de viñas, olivos y sembrados, que sustenta desde donde nace, hasta Zaragoza donde fenece, entrando en Ebro a rendir vasallaje.

El otro río es Gállego, nace en los Pirineos, de aguas tan medicinales y sanas, que se podía llamar río de salud. Hállanse en él arenas de oro, como en Ebro, y piedras de valor: y por la parte de las montañas, más que hacia esta parte. Llámase este río, entre los atributos que dan a los demás, río de fruta, porque desde donde nace, con ser parte tan áspera hasta donde entra en Ebro, que es poco más abajo de Zaragoza, es tan fértil su ribera, que más parece retrato del Paraíso, que huertos plantados con arte.

Dividen estos cuatro ríos en tantas partes su dilatada ribera, cayéndole a cada uno dos y tres leguas de vega, todas abundantísimas: la de Jalón de todas semillas, viñas y olivares; la de Gállego copiosa de todo género de frutas, hortalizas, viñas, olivares y bosques; y a estas dos llamamos la huerta, porque aunque el río Huerba riega copioso la tierra que se ha dicho, por no criarse en aquel término frutas ni hortalizas en cantidad, sino almendros, viñas y olivos, se llama monte; pero aunque tiene este nombre, que parece significar sitio áspero y despoblado, es tan apacible en la frondosidad y copia de plantas que produce, que iguala a la huerta, y tan coronado de torres de placer y casas de campo, que más parecen palacios cortesanos que alojamientos rústicos, y por su grande número tantos, que a estar menos desviados, formaran una famosa ciudad.

Y aunque con este adorno bastaba para quedar la vega de Zaragoza con la perfección y agrado que se podía desear para no envidiar ninguna de España, con todo ello quiso la naturaleza, que tan próvida anduvo en los principios ayudar de su parte, ciñendo y coronándola en contorno a una y a legua y media de distancia con unos apacibles montes, de proporción tan igual a la vista, que más parece que los hizo la naturaleza para detenerla en deleitosos límites, que para impedimento y estorbo. Visten perpetuo romeros, salvia, tomillo y otras yerbas montesas, tan olorosas y saludables, que mezclando su olor con el de las flores de la vega, confeccionan el aire de tal suerte que además de conservarse con él la salud, causan por la mañana un olor suavísimo.

En medio de esta vega, servida de esta ribera, y a la boca de estos cuatro ríos, se descuella y empina la ciudad de Zaragoza. Y aunque para su encomio me bastaba el que le hizo san Isidoro en sus Etimologías, diciendo: Caesaraugusta Tarraconensis Hispaniae oppidum a Caesare Augusto, et situm ex nominatum loci amenitate et deliciis praestantius civitatibus Hispaniae cunetis atq; illustrius florens sanctorum matyrum sepulturis, y más latamente Ludovico Nonio en su Hispaniae Illustrata, tomo 4, cap. 82, con todo ello son tantas sus prerrogativas y excelencias, que no podemos dejar de adelantarnos.

Goza de purísimos aires, si bien el Cierzo le suele ser contrario, aunque no en tanto grado que dañe la salud ni maltrate la tierra. El temple de su tierra es de la mejor constelación que se halla, a cuya causa sus influencias son benévolas y favorables a la naturaleza, así en los moradores como en las plantas, por donde goza de general salud y de vidas muy largas; sus aguas son dulces y delgadas, y muchas de ellas medicinales por causa de los minerales por donde pasan. Sus frutos son grasosos, por ser la tierra pingüe tanto, que si de Córdoba y Cartagena, según Plinio, se sacaba de cardos, a quien Morales llama alcachofas, seis mil sestercios de los gruesos que hacen trescientos mil ducados, y a cada ciudad ciento cincuenta mil, y por la décima parte que pagaba al senado, treinta mil, ésta lo es tanto, que hasta hoy conserva esta abundancia y valor, no sólo en este género de hortaliza, sino en diversas y extraordinarias que produce.

Sus carnes son gustosas, por lo sabroso de las yerbas, y regalado de los pastos, tan a propósito para los ganados, que a esa causa se cría en este reino, no sólo son necesario para su sustento, sino para los reinos circunvecinos: sus terneras son tan famosas, que por encarecimiento las celebran los reinos extranjeros; sus panes son tan blancos y sustanciosos, que no admiten cotejo con los más celebrados: su abundancia es tanta, que además de sustentarse, y dar saca general cada año a los reinos que no alcanzan la fertilidad y abundancia que éste, tiene en sus trojes o graneros de sobra cotidiana de un año para otro pasadas de treinta mil cargas de trigo, por donde mereció llamarse Zaragoza la harta, no habiendo jamás conocido necesidad ni carestía con exceso. Sus vinos son tantos y tan buenos, que por lo abundoso llenan a Navarra y otras partes, y por lo bueno compiten con los mejores de España, y exceden a los celebrados de Sicilia y Gandía. Su aceite, además de ser continua y copiosa su cogida, es excelente. Y aunque de Francia, Cataluña y otras partes sacan muchos quintales cada año, está el reino tan proveído, que siempre se conserva en precio moderado.

La sal que gasta es finísima, y tiene todas las condiciones que pone Plinio, y las necesarias para ser perfecta, y está no limitada en una mina, sino unos montes muy altos y dilatados, que todos son de esta materia.

Y aunque en los mantenimientos goza de tanta perfección, no es menor la que alcanza en sus moradores, siendo siempre de generosidad grande, de corazón fuerte, de ánimo constante, de pensamiento levantados, de sangre valerosa, de pecho invencible, de inclinación dócil, tanto que dijo Lucio Floro que los celtíberos eran el nervio de España, y que jamás supieron vivir sin guerra. Y Tito Livio, que fueron los primeros que en los ejércitos militaron por sueldo, y tan leales y fieles a sus reyes que dijo Plutarco que la Corte Pretoria, que corresponde a la persona real, se componía su guarda de celtíberos, y que era tanta su fidelidad, que si en la batalla moría la persona real, se daban la muerte ellos mismos, teniendo por ignominia gozar de la vida cuando la perdía su señor, y tan liberales en amparar, favorecer y patrocinar forasteros, que dijo Diodoro que los celtíberos se preciaban tanto de honrar y favorecer a los extranjeros, que a los que mostraban y se adelantaban en esta virtud, les tenían y reverenciaban entre los demás por dioses, atribuyéndoles honores divinos.

Y aunque éstos faltos de la luz de la gracia, con sólo un discurso natural guardaron con tanta entereza el valor, piedad y fidelidad, los que después les han sucedido no han degenerado de tan alta virtud y constancia, como se dirá en su lugar, rematando éste con decir que es la ciudad de Zaragoza una de las más perfectas y deleitosas, así en el sitio como en los edificios y policía, que se conoce otra en Europa, porque sí la hay más fuerte, pero no más bien dispuesta, y sí más grande, pero no tan igual en sus fábricas, y sí tan llena, pero no más rica y sobrada, y sí tan noble, pero no más antigua, y sí valerosa, pero no más leal y fiel: y sobre todo sí religiosa y cristiana, pero no tanto como Zaragoza, cuya cristiandad y religión comenzó desde que se publicó el Evangelio, cuando apenas había salido de los límites de Judea.

Entonces, por el protomártir de los apóstoles, el glorioso Zebedeo, se plantó en esta nobilísima ciudad la fe sagrada con tantas circunstancias, con tantas excelencias y con favores tan grandes, que mereció esta ciudad que viniese a honrarla con su presencia (aun viniendo en carne mortal) la Reina de los Cielos con numerosos ejércitos de ángeles, y que señalase el sitio donde había de hacer su santuario, poniendo en él una columna por non plus ultra de sus favores, por ser éste el mayor, que puede ponderarse donde dejó su imagen sacrosanta, con palabra infalible de no faltar en lo que se le pidiere, con un templo el primero que en la Ley de Gracia se edificó en el mundo en honra de María Santísima, y no menos que por las manos de un apóstol de Jesucristo, de innumerables ángeles que ayudaron, de siete discípulos que después fueron santísimos obispos, y de muchos fieles que habiendo dejado el paganismo y recibido el sagrado bautismo sirvieron en la fábrica, que los más de ellos padecieron después en tiempo de Nerón glorioso martirio por el presidente Aloto, prerrogativas todas que con sólo una se honraran muchas ciudades.

Imagen: https://www.flickr.com/photos/zaragozaantigua/18672417202

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